jueves, 8 de octubre de 2015

Transcurren tantas cosas felices en el metro

Ocho veintitrés de la noche del jueves, camino por el pasillo del andén del metro Balderas, intento llegar lo más rápido posible a la zona de mujeres, que comprende los dos primeros vagones, buscaré colocarme en el sitio que calculo será el punto más cercano a la puerta de acceso, tomo posición detrás de la línea amarilla, marcada para que las personas cuiden su distancia del andén a las vías, miró hacia la izquierda, se acerca el tren naranja, una mujer lo conduce, no reparo en su aspecto pero noto su sexo en seguida, exacto, la segunda puerta del primer vagón queda frente a mí. Como me considero muy educada, aguardo a que la gente bajé, descienden cerca de diez mujeres, entramos unas ocho. Enseguida inicia una carrera por abordar, por  ganar el mejor lugar posible en el vagón, de pie claro, porque el metro luce atestado. Yo giro inmediatamente a la derecha, tomo posición frente al asiento reservado para discapacitados, y después me muevo un poco hacia la izquierda, sujeto el tubo que está arriba de mi cabeza con mi mano izquierda cuando escucho el timbre que avisa que la puerta se va a cerrar, me tranquilizo, lo logré, me posicione y nadie me incomoda, estoy lista para el viaje.

El tren inicia la marcha y yo empiezo a sumirme en mis pensamientos, cómo voy a decirle a mi “galán” que no me nace nada con él, cómo le hago para aplicar el frienzoneo, por qué nunca me besó? Si se nota que le gusto, por qué me invita a comer? Tal vez sólo me invita porque sus amigos deben agobiarlo diciendo –mírala, está re buena, todos le echan el perro en el gym- él debe pensar que es su deber conquistarme porque se considera un chico muy guapo- -No, mejor no le digo nada, sólo seré cortante- concluyo. Un momento, ¿En dónde estoy? ¿Qué está pasando aquí? Miro a mi alrededor, del lado izquierdo hay una mujer sentada junto a la ventana, en el asiento que va de espaldas a la circulación, haciendo muecas de sorpresa, preocupación, y desprecio aleatoriamente, se le nota muy molesta, impaciente, intenta llamar la atención, quiere que todos noten su estrés y frustración, sin embargo a nadie parece importarle, salvo a mí claro.

Incremento mi atención en lo que ésta pasando alrededor. La mujer sentada frente a la impaciente, de cabello castaño y rizado, lleva un vestido gris y un suéter rojo, desabotona una blusa blanca como para usarla, pero la está preparando para la mujer sentada a su lado, aguanto la risa un poco, miro mi reflejo al frente, por el cristal de la ventana, estoy sonriendo pronunciadamente, casi no puedo contener mi risa, la mujer frente a mí, no tiene blusa, recién se quitó la camisa de su uniforme de afanadora, la puso desordenadamente en sus piernas y se prepara para vestirse con la blusa que le preparaba su acompañante, poco a poco abrocha los botones y termina de acomodarse finalmente la blusa blanca.

Acto seguido dobla rápidamente su camisa de trabajo y la mete en una bolsa que saca al agacharse hacía en frente, de ahí saca una bolsa de chicharrones de harina, le invita a su compañera y juntas inician una amable conversación, las dos lucen muy felices, yo me siento sorprendida, pero contagiada de felicidad, la mujer que acaba de cambiar su blusa no parece apenada o apresurada, simplemente hace lo que necesita, no es una mujer joven, de hecho es mayor, su pelo presenta muchas canas, entre la trenza con que recoge su cabello, se le notan algunos mechos de cabello negro. Ella tiene una gran sonrisa y no duda en hacer comentarios a las demás mujeres que se encuentran alrededor, les sonríe a todas las que le es posible, tiene unos ojos muy pequeños, apenas se nota que son oscuros, lo que sí es notable son las pronunciadas arrugas junto a ellos.

Me pregunto si no está cansada, supongo que sí, porque su trabajo es muy físico, es muy probable que despierte tan temprano como yo, porque pasan muchas estaciones antes de que ella o yo bajemos del tren, quizás vive tan lejos como yo, y su jornada laboral sea tan larga como la mía, pero yo soy joven y fuerte, ella es mucho mayor, yo sigo suponiendo que se encuentra agotada, pero es muy feliz, o por lo menos luce muy feliz.

A veces es difícil mantener la calma, el aire del interior del metro siempre es húmedo, denso, muy viciado, el ambiente es tenso y en las horas pico hay que tolerar apretones, empujones y fingir ante los hedores humanos, pero cuando miras detenidamente a los demás notas que igual que tú, todos tienen sus pequeñas alegrías, y todos esperamos que sucedan hechos que nos hagan ser felices, tal como lo afirmó S.S. el Dalai Lama, el movimiento primordial de nuestra vida nos encamina en pos de la felicidad[1]

Después de mi reflexión percibo un aroma a comida -huele bien, tengo hambre – pienso. Giro la cabeza hacia mi lado derecho, tres chicas muy delgadas, de no más de dieciocho años, visten pantalones skinny, y sudaderas negras entalladas, toda su vestimenta es negra, como si fuera un uniforme, el típico uniforme emmo, no adoro su estilo pero me gusta un poco. Se distinguen entre la multitud por los colores de cabello, una de ellas tiene el cabello muy largo, negro que le cubre toda la espalda, se le notan un par de mechones gruesos de color rosa, yo no puedo mirarle la cara. Otra de las chicas tiene el cabello muy lacio, planchado, hasta la nuca, le sobresalen muchas mechas verdes como del color del cabello del guasón. Su otra compañera tiene en cambio casi todo el cabello teñido de rojo, bloques de negro sobresalen en el copete muy lacio que le cubre los ojos, las tres tienen en sus manos una charola blanca de unicel. Las observo detenidamente, todas comen tacos dorados, cada una tiene una orden, yo imagino que de tres tacos como se acostumbra, en sus tacos sobresale la crema, el queso rallado y la salsa roja, huelen muy bien, tengo hambre, pienso.

Un momento, cuántas veces he aborrecido el metro, pensando que estoy harta y que cada día era exactamente lo mismo; mirar a la gente, caras de agobio, peleas, prisas o los empujones, pero no es más que un momento, no es la definición de nuestras vidas, es un instante. Lo cierto es que es una elección personal que tipo de momento es, es decir si es un episodio desagradable o sufrido de tu vida, o puede convertirse en un episodio que te haga reflexionar y notar que nuestra vida posee circunstancias favorables, son perfectas para mi introspección las siguientes palabras de SS. El Dalai Lama.

Si utilizamos de forma positiva nuestras circunstancias favorables, como la riqueza o la buena salud, éstas pueden transformarse en factores que contribuyan a alcanzar una vida más feliz. Y, naturalmente, disfrutamos de nuestras posesiones materiales, éxito, etcétera. Pero sin la actitud mental correcta, sin atención a ese factor, esas cosas tienen muy poco impacto sobre nuestros sentimientos a largo plazo. Si, por ejemplo, se abrigan sentimientos de odio o de intensa cólera se quebranta la salud, destruyendo así una de las circunstancias favorables. Cuando uno se siente infeliz o frustrado, el bienestar físico no sirve de mucha ayuda. Por otro lado, si se logra mantener un estado mental sereno y pacífico, se puede ser una persona feliz aunque se tenga una salud deficiente. Aun teniendo posesiones maravillosas, en un momento intenso de cólera o de odio nos gustaría tirado todo por la borda, romperlo todo. En ese momento, las posesiones no significan nada. En la actualidad hay sociedades materialmente muy desarrolladas en las que mucha gente no se siente feliz. Por debajo de la brillante superficie de opulencia hay una especie de inquietud que conduce a la frustración, a peleas innecesarias, a la dependencia de las drogas o del alcohol y, en el peor de los casos, al suicidio. No existe, pues, garantía alguna de que la riqueza pueda proporcionar, por sí sola, la alegría o la satisfacción que se buscan. Lo mismo cabe decir de los amigos. Desde el punto de vista de la cólera o el odio, hasta el amigo más íntimo parece glacial y distante.[2]





[1] Cutler, Howard C., El Arte de la Felicidad, Grijalbo Mondadori . Pág. 6
[2] Ibídem, pág. 9